martes, 20 de octubre de 2009

BIBLOCIDIO Y DESMEMORIA

"Ahi, donde queman libros
terminan quemando hombres"

--Heinrich Heme, poeta judío

Inscripción en una placa que se encuentra en la antigua Plaza de la Ópera de Berlín, Alemania.




La más siniestra, cruel, despiadada, voraz, criminal, vergonzosa, ignominiosa, amarga, deplorable, trágica, e infame de las acciones del hombre para con sus semejantes es asesinar su memoria. En un arranque de orgullo nacionalista, podemos entender e incluso justificar la guerra. La belicosidad del ser humano es innata, nos viene en los genes, lo que no se justifica pero quizás se entienda. La violencia física que se ejerce de un hombre a otro hombre ha quedado plasmada en la frase reveladora “el Hombre es el lobo del Hombre”, con perdón sea dicho de tan admirables animales. En la guerra no solo se disparan flechas, balas u obuses, no solo se conquista al más débil y se apropian los recursos económicos: se esclaviza, se tortura, se viola a las mujeres, se asesina a los niños, se veja a los ancianos, se derrumban los edificios simbólicos, se persigue al contrario, se acaba con el espíritu del conquistado. Como la historia lo ha demostrado en más de una ocasión, la desmedida ambición del hombre es el motor de la guerra. Desde que el hombre de la montaña quería vivir en el valle y el hombre del valle en la playa, el territorio es el primero de los pretextos para invadir, conquistar y destruir al enemigo. Otras causas han ido surgiendo con el tiempo: la religión, el orgullo, el tipo de gobierno, ¡hasta la infidelidad legendaria de una mujer que motivó la guerra de Troya!


Y a pesar de que por centurias, se ha machacado hasta la saciedad los famosos diez mandamientos, o los mensajes de paz de ilustres hombres como Jesucristo, Buda, Gandhi y Martin Luther King, el ser humano se niega una y otra vez a aprender los postulados para vivir en paz con sus semejantes, no importando el color de piel, la creencia religiosa, el género o incluso la preferencia sexual del otro. Siempre habrá guerras, persecuciones, asesinatos. Y todo ello deriva en hambruna, miseria, enfermedad, pobreza, desesperanza.

Afortunadamente la mayoría de quienes habitamos el planeta Tierra (Gaia), ya hemos rebasado ese pensamiento de iniquidad hacia el vecino. ¡Qué orgulloso me sentí de ser habitante de este planeta cuando, en 2003, millones de personas de todas las naciones se unieron al unísono para oponerse a los siniestros planes de George W. Bush de invasión a Iraq! Es una lástima que hayan sido voces perdidas en el desierto.

Cuando un ser humano asesina a otro, está matando a su vez a una parte del universo. Para quienes creen en el karma, ese asesino pagará en ésta o en otra vida esa culpa. Para los que no, la justicia humana habrá de pedirle cuentas, o bien, el día de su juicio personal, lo hará el Ser Supremo, habido conocimiento de sus razones. El asesinato sólo puede ser justificado entre seres humanos, en defensa propia; y en el caso de animales, por hambre o defensa. ¡Nada más!

Pero hay un crimen que siempre ha quedado impune: el asesinato de la idea, la persecución de la libertad de pensamiento, el memoricidio. Término acuñado en fechas recientes por el historiador yugoslavo Mirko Gmerk cuando en los años noventa las tropas serbias destruyeron, sin razón justificable, la Biblioteca de Sarajevo. No se trata de la primera ni la última de las bibliotecas (esos templos de la sabiduría que contienen perlas del pensamiento humano) en ser destruidas por efecto del hombre: apenas hace unos años, en Iraq, las beligerantes tropas invasoras destruirían por lo menos seis bibliotecas y hasta trece museos del lastimero país musulmán. Si bien hoy día estas acciones nos parecen aberrantes e innecesarias, en el pasado de la humanidad la quema de libros, la persecución de sus autores y la defenestración de sus ideas plasmadas, parecía más bien necesaria para mantener el statu quo de un mundo centralizado en una religión totalitaria, o en casos particulares, en gobiernos tambaleantes por sus acciones o por su ideología (léase fascismo, nazismo y franquismo, entre los principales).

A muchos hombres no solo no les gusta leer libros ¡los odian! Creen estos individuos que los libros son innecesariamente peligrosos para la formación moral o espiritual del individuo y de la comunidad. ¿Para qué tener archivos históricos si son sólo papeles viejos que nadie lee? ¿Para qué leer un periódico de opinión o una revista si para eso tenemos a la televisión? ¿Para qué comprar un libro si sólo lo puedes usar una vez? ¿Para qué si en internet podemos encontrar lo que queramos cuando queramos? ¿Por qué leer otro libro que no sea el Libro Sagrado si la única verdad suprema está en la Biblia, o en el Corán, o en el Talmud, o en cualesquiera otro Libro Sagrado que merece nuestro absoluto respeto, como cualquier otro? ¿Para qué destinar parte del presupuesto federal, estatal o municipal a la preservación de una biblioteca si nadie va a consultarla?


Los libros han sido perseguidos, profanados, destruidos, incinerados, prohibidos y vituperados por aquellos quienes no creen lo que dicen, o no comparten la forma de pensamiento del autor. Es respetable, muy respetable que un ser humano cualquiera ponga en tela de juicio un libro. Tenemos el derecho de dudar de todo cuanto no sea demostrable, tenemos derecho de aburrirnos con una novela, de criticar la validez de un tratado, de molestarnos con señalamientos que están en contra de nuestras creencias. Pero esa debe ser una decisión de carácter personal, lo que significa que solo individualmente podemos tomar la decisión de censurar un texto, cualquiera que éste sea, luego de conocerlo, es decir, de leerlo, que es lo que espera el autor cuando escribe y el libro cuando sale editado.

Un amigo, un familiar, un vecino o conocido, puede recomendarnos la lectura o no de un libro. Y podemos hacerle caso o no. Todo dependerá de nuestra propia voluntad o de la mucha o poca influencia que dicha persona tenga hacia nosotros. Y precisamente en nosotros mismos está el decidir si vale o no la pena gastar parte de nuestras ganancias en la compra de un libro. Empero, dejar que otros decidan lo que leemos o no, depositar la decisión en manos de la intolerancia religiosa o de la persecución gubernamental, es el peor de los errores que puede cometer el ser humano, digno del desprecio actual. Si bien puede justificarse que en épocas anteriores a la moderna, algunas instituciones hayan asumido el rol de directrices del mundo, hoy por hoy la persecución, prohibición y destrucción de libros no solo es un asunto que atenta contra el patrimonio cultural de la humanidad, es una insensatez y un oprobio reprochables en todos los niveles.

Es comprensible que sintamos que nuestra fe religiosa pueda verse minada por la lectura de una novela tan controversial como “El Código Da Vinci” (Dan Brown) o por la revelación de otras religiones como el Corán (Mahoma), el Talmud o el Zend Avesta. De ahí, a perseguir o prohibir su lectura, por temor a ver la fe cristiana resquebrajarse, es un abismo muy grande en que entonces, tendríamos que admitir que la convicción religiosa de los cristianos (en este ejemplo, aunque bien puede verse a la inversa) se sustenta con alfileres. El sacerdote, rabino o ulema puede aconsejarnos qué leer y qué no leer; organizar una pira pública de textos “inconvenientes” es muy distante.

Del mismo modo, habrá quien arguya que hay libros que deban prohibirse por la ideología política peligrosa que representan, verbigracia, “Mein Kampf” (Mi Lucha) de Adolph Hitler, el cual aún hoy día y a pesar de la devastación que sufrió Europa por las ideas de éste siniestro personaje hace ya sesenta años, continúa influyendo en el espíritu de miles de jóvenes que desconocen y ni siquiera imaginan las iniquidades y desventuras que sufrieron ya no sus padres, sino sus abuelos. ¿Podríamos censurar la lectura de éste pernicioso libro? En absoluto. Aunque nos parezca errónea o incluso depravada la ideología contenida en él, la sed, la sagrada sed de conocimiento del hombre, es más poderosa. Es más, si un judío fuese con éste libro bajo el brazo por las calles de Auschwitz o de Cracovia, con el particular asunto de estudiar los motivos que originaron el holocausto, ¿sería justificable que otros de los suyos lo apedreasen por portar o leer dicho texto? De acuerdo, se pueden herir susceptibilidades muy íntimas de quienes fueron directa o indirectamente afectados por los hechos de la Segunda Guerra Mundial; no por ello se debe privar a nadie de su libre derecho de formarse una opinión.

Si bien hay libros que por su naturaleza, su contenido o lo que representan, nos parecen inconvenientes en nuestro contexto actual, ello no debe ser un obstáculo para que cualquier persona, medianamente ilustrada, pueda o deba leerlos, con la finalidad de abrir su mente a otros tópicos por más contrarios a sus creencias y hacer emerger, de ésta forma, una perspectiva objetiva y racional del universo circundante. En las mismísimas bibliotecas vaticanas existen ejemplares del Corán y de otras religiones, para su estudio e interpretación.

Los libros tienen enemigos acérrimos y mortales que van minando su físico hasta la inminente destrucción: el lepisma, pequeño insecto gris que devora papel; las larvas de la polilla, las más comunes, que pueden devastar libros completos por lo general dejados en el abandono y el olvido; la humedad y el polvo que se impregna y que para su restauración requiere de técnicas costosas y no siempre a la mano, de los coleccionistas; el tiempo, siempre implacable, el fuego que los consume en un santiamén… y el mismo hombre: el más peligroso de todos los enemigos. Y eso es porque el ser humano no destruye al libro en tanto cosa material inanimada: asesina la idea, lo que el autor o autores, a base de meditación, esfuerzo, investigación, constancia, paciencia, inteligencia, cultura, estudio, crea para sí mismo y como legado a la humanidad. Es su misión en el universo: además quemar un libro es una actividad simbólica, pues también se está expiando al desgraciado autor.

No importa que se trate de un libro de recetas de cocina, de poesía, una investigación exhaustiva sobre las partículas subatómicas, una novela, un texto de superación personal, tan de moda hoy día; un tratado de filosofía o un libro de oraciones; no importa si se escribió con extraordinarias faltas de ortografía o no, si su calidad literaria es discutible o su ideología controversial: se trata de un hijo del pensamiento del hombre (de ese ser que muchos consideran el ser más perfecto de la Creación) y como tal, merece todo nuestro respeto y admiración. Y es un legado que debe perdurar para las futuras generaciones, trasciende al tiempo y al espacio, a la cultura y al idioma, al sexo, la edad, la nacionalidad y la religión de quien lo lee. Si los libros continúan siendo perseguidos, vejados, humillados, destruidos y prohibidos, todo cuanto la humanidad ha construido desde su aparición se perderá como las arenas del desierto son llevadas por el simún.



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